Diversos instrumentos internacionales han planteado que el desarrollo no solo es un derecho, sino un derecho humano (Carta de la Organización de Estados Americanos (OEA) de 1948 (Capítulo VII), la Convención Americana de Derechos Humanos de 1969 (Artículo 26), la Declaración sobre el derecho al desarrollo de la ONU de 1986, El Protocolo de San Salvador de 1988, la Carta Democrática Interamericana de 2001 (Capítulo III), y la Carta Social de las Américas de 2012). No obstante, está afirmación supone tensiones como la relacionada con los impactos diferenciados producidos, por los proyectos desarrollistas, entre los hombres y mujeres que son receptoras o beneficiarias de las actividades ejecutadas en pro del desarrollo. De esa cuestión me ocuparé en esta entrada de blog, teniendo en cuenta el enfoque de derechos humanos y el papel que han tenido las mujeres dentro del desarrollo económico y social, con el objetivo de repasar brevemente las movidas que anteceden al actual paradigma de desarrollo sostenible que, entre otros objetivos, persigue la igualdad de género y el empoderamiento de la mujer (ODS 5 de la Agenda 2030).
El lugar de las mujeres en el desarrollo.
Las mujeres en distintas épocas y contextos han estado excluidas, marginadas, objetivadas, involucradas, beneficiadas, empoderadas, mercantilizadas y abrumadas por el desarrollo. De allí, la relevancia de su compromiso por la incorporación interseccional del enfoque de derechos humanos y de la perspectiva de género a todo proceso de desarrollo. El enfoque derechos humanos refuerza la perspectiva de género y ambos pueden desplegarse sin contradicción, en la medida en que, involucrar los asuntos de género en las actividades de desarrollo está encaminada a lograr la igualdad entre hombres y mujeres. Mientras que, el enfoque de derechos humanos propicia un marco integral entre las normas internacionales sobre derechos humanos y los principios que orientan las acciones pro-desarrollo, que abarcan, entre otros, los derechos humanos de las mujeres y la prohibición de discriminación por criterios sospechosos como el sexo, el género o la clase[2].
En esa dinámica, el papel de la mujer en el desarrollo se reproduce en un discurso de doble vía: el que se direcciona hacia las mujeres como beneficiarias y el que las mujeres agencian hacia el desarrollo como objetivo. El primer eje se caracteriza por un enfoque bienestarista, equitativo, antipobreza, eficientista y productivo. El segundo hace referencia a las estrategias de la Mujer en el Desarrollo (MED) y del Género en el Desarrollo (GED). Esos dos matices no son excluyentes, pero compiten entre si y han estado presentes en la planificación, estructuración y ejecución de los modelos desarrollistas[3].
En el primer eje, incubado después de la Segunda Guerra Mundial, los proyectos se piensan en beneficio de los pueblos del Tercer mundo. Con una importante influencia decolonial, los países de la periferia son identificados como vulnerables y, dentro de ellos, se persigue que las mujeres sean reconocidas como un grupo específico al que se debe beneficiar. En este marco, y desde 1975, las mujeres fueron priorizadas por las estrategias bienestaristas bajo tres supuestos: i. Las mujeres son receptoras pasivas, consumidoras y usarías de recursos, ii. La maternidad como el rol protagónico de las mujeres, y iii. Las mujeres como cuidadoras y criadoras de niños, es decir, de la fuerza de trabajo del futuro. Este eje, opera desde preocupaciones por el reconocimiento del rol productivo de las mujeres, en cuanto agentes económicas; la disminución de la pobreza entre los sexos para lograr la igualdad y, la mayor participación en el desarrollo como formula para lograr la equidad entre hombres y mujeres[4].
La crítica feminista que subyace a este énfasis es que, las premisas de desarrollo que defienden no se tradujeron en una mejora sustancial de la condición y posición socioeconómica de las mujeres. Pues sus iniciativas coincidieron con la recesión económica mundial y la desaceleración de las economías del Tercer mundo, panorama que propicio la aplicación de las medidas de ajuste del Fondo Monetario Internacional (FMI) y del Banco Mundial (BM), para “reactivar el crecimiento y desarrollo económico”. En esa lógica de ajuste, el tiempo productivo de las mujeres es usado como trabajo no pago enfatizando su rol comunitario, pero, sin dejar de lado, la importancia de su trabajo remunerado; debido a las apremiantes necesidades de la subsistencia familiar[5].
Al respecto, Elson y Rodríguez argumentan que el modelo de desarrollo, productivo y eficientista del FMI, propicia una narrativa instrumental y estrecha del rol de las mujeres que no contribuye a materializar y promover los derechos humanos de ellas. Esto debido a que si bien el FMI considera relevantes las acciones que promuevan la participación económica de las mujeres, no se preocupa por los derechos laborales de ellas, ni por las condiciones de su participación económica. Además, el FMI instrumentalizó negativamente el trabajo doméstico y de cuidados no remunerados, asumiéndolo como obstáculo para el crecimiento económico; lo que se traduce en un sesgo frente al aporte económico sistémico de este trabajo y frente al inequitativo reparto social y familiar del cuidado. Sobre el particular, el FMI recomienda intervenciones como la expansión de los servicios de cuidado infantil, pero al mismo tiempo pretende que se implementen ejerciendo un modelo de austeridad fiscal[6].
Por otro lado, en cuanto a la segunda vertiente del discurso, esto es, el agenciado por las mujeres hacia el desarrollo como objetivo, se encuentra el modelo MED, que tiene origen en los albores de la ONU y propició el giro de una visión centrada en el rol de la mujer dentro de la familia hacia la importancia del empleo para las mujeres. Con ello, se trascendió el enfoque de los modelos basados en el bienestar y se incorporó el rol multifacético de la productividad femenina. La principal consigna del modelo era que las mujeres estaban constantemente excluidas del desarrollo y, por lo tanto, se estaba desaprovechando su potencial contribución al crecimiento económico y social. Lo que se conoce hoy como proyectos productivos han sido una de las principales consecuencias de ese modelo[7].
Finalmente, la tendencia GED ha tomado fuerza gracias al avance de la teoría feminista que se ocupó de elaborar los conceptos género y empoderamiento. La avanzada de las teóricas feministas puso de presente que al alienar a las mujeres del desarrollo se incurría en una serie de deficiencias conceptuales y políticas, que podían ser superadas al incorporar el enfoque de género en las medidas orientadas a promover el desarrollo. Con ello, se podría rastrear el impacto diferenciado de distintas iniciativas aparentemente neutrales para hombres y mujeres. De este modo, se empieza a desestabilizar el tradicional modelo de justicia social liberal que entiende el papel del Estado como garante de la libertad individual, así como el tipo de intervención necesaria y posible para lograr una sociedad no solo libre, sino también justa. Desde esa perspectiva, algunas feministas, al igual que los teóricos liberales igualitaristas, sostienen que el Estado ideal debe estar centrado en la justicia económica en lugar de las libertades civiles, pues los individuos entran al mercado con diferencias basadas en la ventaja inicial, el talento inherente y la suerte[8].
Bajo ese marco, el énfasis no es exclusivo en las problemáticas de las mujeres, sino que de manera transversal se toma en consideración como el sexo, los roles y las relaciones de género tienen consecuencias tanto para hombres como para mujeres en cualquier actividad planificada; incluidas las leyes, las políticas o programas. Así, la movida hacia la transversalización del enfoque de género abarca las asimetrías en las relaciones de género, al tiempo que busca el mejoramiento de todas las personas y de la sociedad en general. La principal consigna aquí es alcanzar la plena ciudadanía y la participación democrática de quienes usualmente son considerados ciudadanos de tercera categoría[9]. Ante esas disparidades, algunas feministas liberales están de acuerdo con que se hagan ajustes positivos por parte del Estado, ya que esta forma se evita que el mercado consolide y replique grandes desigualdades, y, se contribuye al logro de la igualdad de género y a la liberación de las mujeres de los roles opresivos de género[10].
En conclusión, después de haber revisado los distintos modelos que han definido el papel de la mujer en el desarrollo, podría decirse que, aquel que persigue una mayor agencia y autonomía para ellas es el modelo GED. Modelo que se ajusta a las metas que ha planteado el ODS 5 de la actual agenda de desarrollo sostenible. Sin embargo, este enfoque no está exento de críticas, ya que responde a la lógica liberal y neodesarrollista que tiende a universalizar e invisibilizar el trabajo de cuidado no remunerado y las exclusiones por motivos de género y clase.
[1] Doctorando en Derecho, miembro del grupo Derecho y Género de la Universidad de los Andes.
[2] Oficina del Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Derechos humanos, “Preguntas frecuentes sobre el enfoque de derechos humanos en la cooperación para el desarrollo” (Naciones Unidas, 2006) 18-19.
[3] Magdalena León, “Mujer, género y desarrollo: concepciones, instituciones y debates en América Latina”. Estudios básicos de derechos humanos, n.° 4 (1996): 190.
[4] Ibíd.
[5] Ibíd. 191-193.
[6] Diane Elson y Corina Rodríguez, “Del dicho al hecho: la narrativa de género del FMI y los derechos humanos de las mujeres”. Revista Derechos en Acción 6, n.° 18 (2021): 307-308.
[7] Ibíd. 194.
[8] Helena Alviar García. Derecho, Desarrollo y Feminismo en América Latina. Editorial Temis, Bogotá, (2008): 11.
[9] Ibíd. 195.
[10] Ibíd. 33, 35.