Por: Tary Garzón[1]
“Sé cómo me veo. No tengo otra opción. ¿Qué voy a hacer al respecto? ¿Dejar de envejecer? ¿Desaparecer?” Sarah Jessica Parker, actriz, (56 años)
A sus 93 años Licia Fertz, modelo e influencer italiana, da visibilidad al cuerpo, la sexualidad y las diferentes formas de envejecer de las mujeres. A sus 89 años posó desnuda para la revista Rolling Stones y fue elegida entre las 100 mujeres más influyentes del mundo por la BBC en 2023. Fertz representa en gran medida un fenómeno reciente y es la vejez de las mujeres que lideraron los cambios sociales y las revoluciones feministas. Quienes se alzaron por el divorcio, el reconocimiento de la igualdad entre cónyuges, el aborto legal y la igualdad de género hoy están envejeciendo y sus posturas políticas exigen una mirada distinta con respecto a la forma como se ha enfrentado la vejez en la sociedad.
Actualmente no solamente vivimos en una sociedad más envejecida, sino que está sobrerrepresentada por la población femenina En Colombia, según las proyecciones del DANE para 2020, el 51% de la población adulta mayor eran mujeres y de 22.945 personas que tienen más de 100 años de edad, 8.521 son hombres y 14.424 son mujeres.
Ahora bien, con respecto a las condiciones de envejecimiento, este es sustancialmente distinto entre hombres y mujeres. Tomando los indicadores del envejecimiento activo y saludable, las mujeres tienen mayores dificultades para adaptarse a este modelo de envejecimiento, pues enfrentan mayores dificultades para asumir nuevos roles sociales o para cumplir los mandatos de la productividad aún en la edad avanzada que se manifiesta en el doble estándar del envejecimiento que impone a los hombres una condición de madurez ligada a la producción económica que se mantiene en la vejez, mientras que para las mujeres el valor está en ser sexualmente elegible y por lo tanto en la belleza y la juventud y al envejecer solo se reconoce el valor que tiene para cuidar a otros [2].
Hoy las mujeres ancianas tienen menos recursos económicos por enfrentar mayores dificultades para acceder a pensiones y a oportunidades laborales; mayores dificultades para desplazarse solas o de manera autónoma pues no conducen vehículos; menor participación social y por ello la imposibilidad de crear redes de apoyo distintas a las familiares; mayor incidencia de enfermedades mentales como la depresión, falta de atención médica y social que atienda sus necesidades y cambios en su salud y sexualidad y mayor exposición a violencia basada en género. Incluso actividades consideradas como más sencillas para garantizar un envejecimiento saludable, como es el hacer actividad física, resultan significativamente más difícil para las mujeres, pues las cargas de cuidado impiden su realización constante, hay menor acceso a información pertinente y una percepción de ser menos competentes para su realización [3].
De igual forma se estima que las mujeres tienen a envejecer solas y que son las que más acuden a centros de atención geriátrica [4]. También son las que sufren en mayor proporción todo tipo de maltrato, tanto físico como psicológico y sexual. Esta exposición a la violencia se reproduce intergeneracionalmente y es más marcada entre las mujeres que crecieron en ambientes machistas. También se encuentra una relación directa entre la falta de recursos económicos y la exposición a estos tipos de violencia [5].
El edadismo y la misoginia también se manifiestan en los estereotipos que se tienen en la sociedad con respecto a las mujeres y su sexualidad. Esto se explica por la paradoja de que, aunque los cuerpos de las mujeres ancianas son invisibles, su cuerpo es todo lo que se ve [6] por lo que, en la medida en que las mujeres van envejeciendo, se empiezan a construir discursos de rechazo y discriminación hacia la forma en que asumen su vejez, esto ha sido particularmente visible en las mujeres que fueron consideradas como “sex symbols” [7]. Estas críticas fueron llevadas por las feministas a la gerontología social al criticar que los modelos propuestos para pensar la vejez no incluían las relaciones de género ni las experiencias de las mujeres viejas [8].
En este marco surge entonces la gerontología feminista, como una apuesta por, a partir de los conceptos epistemológicos del feminismo, “desvelar el carácter socialmente construido de los significados y valores que rodean la vida de las mujeres mayores, analizar las normas culturales que limitan su existencia libre en la vejez, examinar los antecedentes y las condiciones de vida derivadas de la diferencia sexual e informar sobre sus consecuencias en la vida de las mujeres mayores”(Farré, 2008, p. 42). A partir de esta perspectiva es posible entonces comprender la complejidad de los procesos de envejecimiento de las mujeres y situar una perspectiva desde la cual estas puedan transitar hacia su propia vejez desde una posición positiva, es decir, sin un desprecio hacia la vejez propia.
Para enfrentar el edadismo se requiere entonces un enfoque de género que responda a las realidades de las mujeres y los entornos en los cuales se encuentran. La discriminación por edad se cruza con las históricas discriminaciones de género y por ello el desarrollo y avance de la geriatría feminista es fundamental para comprender, desde un enfoque interseccional, las realidades de la vejez de las mujeres.
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