En una de las ya tantas tardes de emisión del programa Prevención y acción, el presidente Iván Duque, después de informar sobre la cantidad de contagios y muertes en Colombia a causa de la enfermedad producida por la COVID-19, llamaba la atención sobre la importancia de la obediencia ciudadana para contener la propagación del virus. En el programa recalcaba: “la disciplina salva vidas, la irresponsabilidad mata y puede llegar a matar a un ser querido”.
Estas palabras son parte de un discurso que se ha fortalecido en la pandemia en el que se señala al desobediente e irresponsable como un propagador indolente de la enfermedad, de hecho, quien resulta infectado en ocasiones es valorado también como irresponsable e indisciplinado. Es común encontrar en los medios de comunicación una explicación sobre el incremento de los casos antes de la llegada de los picos, mediante noticias y reportajes en los que se denuncia que la indisciplina de ciertos individuos por estar en espacios regularmente bailando y bebiendo afectan al conjunto de la sociedad —sin mencionar que una buena cantidad de estos reportajes se lleva a cabo en los barrios populares de las grandes ciudades del país—. Así mismo, los picos de la enfermedad se han explicado como productos del relajamiento en las medidas sanitarias en las festividades del fin de año y Semana Santa, fechas en las que regularmente también hay descanso y placer. Lo que la repetición constante de este discurso muestra es que en la comprensión y gestión de la COVID-19 ha desempeñado un papel central una estructura moral en la que se señala y repudia el placer por ser una condición de la desobediencia.
Sin duda, las leyes que ha emitido el Estado colombiano para hacer frente a la pandemia han sido fundamentales en la amplificación de esta estructura moral. La obediencia exigida frente a las medidas excepcionales tomadas por el Gobierno nacional, sobre todo, en la forma en que se justifica su expedición y necesidad, terminan aportando a una comprensión punitiva de la afección asociada a la COVID-19, pero, también, esta estructura les permite a las autoridades actuar de formas particulares. En lo que sigue del texto exploro las condiciones que considero facilitan que esta enfermedad haya adquirido estos sentidos y planteo algunas reflexiones sobre la relación entre el derecho y la estructura moral descrita.
¿Por qué se metaforizan las enfermedades?
La enfermedad producida por el virus SARS-Cov 2 ha estado acompañada de metáforas y discursos que le han dado sentidos diversos. Esto está relacionado con algunas características de su patología, así como con los efectos de las medidas tomadas para su contención. En términos generales, la sobreproducción de sentidos de esta enfermedad tiene que ver con la asociación directa que se entabla entre ella y la muerte y con el hecho de haberse convertido en una pandemia1. Esta asociación y el alcance global de la enfermedad hizo que esta se convirtiera en fuente de un pavor especial que se traduce, por ejemplo, en medidas exageradas para el ingreso a lugares públicos, en el uso desmedido de artículos para la limpieza de superficies y manos, así como de caretas, guantes u overoles plásticos con los que, de vez en cuando, se ve pasear a algún vecino.
La presencia repetitiva de la muerte en los medios masivos de comunicación ha generado una sensación colectiva de temor frente a su cercanía. Las imágenes de los féretros en las calles de ciudades como Guayaquil que recorrieron el mundo, la idea de una degradación del individuo que, padeciendo la enfermedad en la soledad de una unidad de cuidados intensivos (UCI), sin conciencia de sí, muere conectado a un respirador artificial, lejos de la compañía de sus seres queridos, ha venido produciendo en quienes hemos crecido en una sociedad que no piensa comúnmente en la muerte, un efecto desestabilizador sobre algunas seguridades que considerábamos irrefutables. Resultó que las herramientas que pensamos como dadas para nuestro bienestar, que eran punta de lanza de un poder colectivo único en la historia, como la medicina, la ciencia o la economía de libre mercado, tienen también límites2, que no todo lo puede la razón, y que somos, en últimas, “[…] solo una especie sin una importancia especial”3. Se podría decir entonces que la incertidumbre, los cambios y la subsecuente producción de explicaciones de las circunstancias conectadas a un miedo inusitado hicieron de la COVID-19 parte de un “viejísimo proceso, aparentemente inexorable, por el cual las enfermedades adquieren significados e infligen estigmas […]”4.
La enfermedad y el derecho
El discurso punitivo resultante de las condiciones generadas por la pandemia es un excelente ejemplo de cómo adquiere significado una enfermedad y cómo ese significado marca a ciertos sujetos. La significación, como lo vimos arriba, se explica por los cambios que produjo la pandemia y los miedos que movilizó, mientras que el estigma surge de una mezcla entre elementos de la patología (especialmente su fácil transmisibilidad) y una estructura moral que culpabiliza, por un lado, a individuos y grupos sociales por dañar a una comunidad, y por otro, al enfermo por no haberse cuidado de forma correcta, por no cumplir con obediencia los lineamientos emitidos por el Estado o la ciencia.
Así, el hecho de que la enfermedad se propague con tanta facilidad permite establecer una conexión con nociones abstractas de comunidad. La nación y el orden están en peligro, “es el reto más importante para el país desde la Segunda Guerra Mundial […] exige que nos lo tomemos en serio […] exige una acción conjunta y solidaria”, decía Merkel en un mensaje hace un año al pueblo alemán. Desde ese imaginario es posible exigir obediencia como condición para la supervivencia de la comunidad política, es un llamado a enfrentar un hecho sin precedentes, un peligro nacional. Esto es justamente lo que sucede con la enfermedad que se convierte en peste en una sociedad de masas5. El derecho en este escenario es un medio a través del cual se moviliza, legitima y amplifica este discurso de cuidado de la comunidad. De ahí que los decretos 417 y 637 con los que se declaró el estado de excepción en el 2020 en Colombia, o la tan resistida Reforma Tributaria, denominada eufemísticamente “Ley de solidaridad sostenible”, contengan tantísimas referencias a la idea de un peligro que merece una movilización total, un uso de todos los instrumentos disponibles y una comunión social que asegure el cuidado de lo nacional.
Cuando la enfermedad es moralizada bajo estos supuestos, la acción individual de desobediencia es más fácilmente reprochable, más punible, pues el individuo indisciplinado está atentando en contra de un orden del que depende el “todos” imaginado. Sin embargo, no todas las acciones son valoradas de la misma forma. Una noticia reciente del diario El Tiempo, titulada “Crisis en Medellín”, abría la información con las palabras de un médico que afirmaba: “Ves a la gente muriendo, pero sales y todos están tomando cerveza”. El doctor pudo decir también, “Ves a la gente muriendo, pero sales y el metro está atestado de gente que va a trabajar”. ¿Por qué le indignó especialmente esa situación y qué hace que este periódico considere relevante retransmitir ese testimonio? Es aquí en donde se muestra claramente que solo ciertas acciones son señaladas como transgresoras de lo común. Así, resulta claro que se ha sobrepuesto y, diría yo, se ha mostrado con especial claridad una estructura moral, seguramente muy antigua, que supone que la búsqueda de placer: tomarse una cerveza o bailar es una afrenta mucho más grave para la comunidad que ir a oficinas mal ventiladas en transporte público. La crisis sanitaria mostró que este discurso es latente y que es fácilmente adoptado por las personas.
El punto es que la constante repetición de esta estructura le permite al Estado actuar de formas particulares, mostrando en su gestión una especial fortaleza que se concreta frente a ciertos grupos y prácticas. En este sentido, resulta paradójico que actividades que también implican un alto riesgo de transmisión de a enfermedad como lo puede ser el transporte aéreo —especialmente el movimiento de personas procedentes de muchas regiones del mundo en terminales como El Dorado—, y teniendo en cuenta las mutaciones del virus, sobre todo cuando se sufren las consecuencias del tercer pico, no son comúnmente señaladas, y sí, por el contrario, se ha impulsado su reactivación. Hay una extraña relación en el marco de la gestión de esta enfermedad entre la estructura moral y las decisiones tomadas por el Estado que pone de presente, que solo ciertos grupos por sus acciones —moralmente reprochadas—, merecen ser disciplinados, mientras que hay otras prácticas y sujetos que no se constituyen en afrenta ni en motivo de estigmatización.
Lo que parece producir la moralización de la enfermedad es un amplio espacio de discrecionalidad para que aquellos que se apropian del discurso, aprovechando que la indignación de la masa se centra en lo moralmente reprochado, puedan tomar decisiones que también comprometen el interés de la comunidad imaginada, movilizando agendas, por ejemplo, econímicas con impacto en fenómenos como la desigualdad.
La moralización de la enfermedad no es un tema menor. Muestra el poder de una estructura moral que está lejos de desaparecer y que se articula, tal y como lo interpreto, con la vieja dicotomía entre civilización y barbarie que merece seguir siendo explorada en lo relativo al rol del derecho en la reproducción de constructos morales sobre algunas enfermedades y la función que estos constructos cumplen, por ejemplo, en discusiones sobre el poder distributivo del derecho.
* Estudiante del Doctorado en Derecho de la Universidad de los Andes. Correo electrónico: dc.duenas147@uniandes.edu.co
1 Susan Sontag, La enfermedad y sus metáforas. El sida y sus metáforas. (Barcelona: Random
House, 2008).
2 Francisco, Fratelli Tutti. (Bogotá: San Pablo, 2020), 30
3 Slavoj Žižek, Pandemic: Covid-19 shakes the world. (Nueva York: Polity Press, 2020), 23.
4 Sontag, La enfermedad, 204
5 Sontag, La enfermedad, 176
Referencias
Comaroff, Jean, Comaroff, y John. 2013. “Más allá de la nuda vida: sida, (bio) política y nuevo orden mundial”. En Teoría desde el sur: o cómo los países centrales evolucionanhacia África, de Jean Comaroff y John Comaroff, 267-293. Buenos Aires: Siglo Veintiuno.El Heraldo. 2020. “Cadáveres en las calles de Guayaquil”.
El Heraldo. https://www.heraldo.es/multimedia/imagenes/internacional/imagenes-cadaveres-coronavirus-calles-guayaquil-ecuador/1/
El Tiempo. 2021. “Crisis en Medellín”. El Tiempo. https://www.eltiempo.com/colombia/medellin/uci-en-medellin-testimonio-de-medico-de-atencion-de-casos-covid-19-583149
Francisco. 2020. Fratelli tutti. Bogotá: San Pablo.
Gaviria, Pascual. 2021. “Culpa contagiosa”. Rabodeají, 15 de abril. http://wwwrabodeaji.blogspot.com/2021/04/culpa-contagiosa.html
Kennicott, Philip. 2021. “The virus caused more than a pandemic. It set us all ablaze”. TheWashington Post, 5 de febrero del 2021.
Presidencia de la República. 2020. Programa Prevención y Acción, 13 de mayo.
Sontag, Susan. 2008. La enfermedad y sus metáforas. El sida y sus metáforas. Barcelona:Random House Mondadori.
Villano, Jaír. 2021. “El aumento del coronavirus no es culpa del colombiano irresponsable”.
El Espectador, 17 de abril. https://www.elespectador.com/noticias/cultura/el-aumento-del-coronavirus-no-es-culpa-del-colombiano-irresponsable/
Žižek, Slavoj. 2020. Pandemic!: Covid-19 shakes the world. Nueva York: Polity Press.