Tal como lo advirtió mi colega Gracy Pelacani al inicio, la pandemia por COVID-19 ha profundizado la vulnerabilidad en la que ya se encontraban algunos grupos, entre quienes están las personas migrantes y refugiadas. Por ese motivo, era un imperativo ético que el trabajo adelantado por los consultorios jurídicos y las clínicas jurídicas no se detuviera bajo ninguna circunstancia. En las líneas que siguen explico cómo se adecuó la prestación de servicios legales gratuitos en la Universidad de los Andes en medio de la pandemia y describo la agudización de algunas necesidades jurídicas de esta población. En particular, del acceso a una vivienda digna y a la atención en salud.
Hasta comienzos de marzo del 2020, la atención al público siempre había sido presencial en el Consultorio Jurídico de la Universidad de los Andes. La población más vulnerable esperaba desde muy temprano a las afueras del consultorio ubicado en el centro de Bogotá, se entregaban fichas según la cantidad de cupos que había para la atención y los estudiantes, a menudo acompañados por los nervios que genera el primer ejercicio de la práctica jurídica, atendían en sus cubículos a cada una de estas personas. En las oficinas del siguiente piso esperaban los asesores legales, listos para orientar y acompañar a sus alumnos durante la consulta.
Cuando inició la pandemia, un sentimiento general unió a todos los miembros del Consultorio Jurídico y de la Facultad de Derecho: la labor que hacíamos era muy necesaria y la atención al público no podía parar. El equipo habilitó tres canales de atención: un formulario de consulta digital, una línea telefónica y un sistema de videollamadas. A pesar de encontrarnos a la vanguardia y de contar con la infraestructura para adaptarnos rápidamente a la virtualidad, en la Clínica Jurídica para Migrantes nos enfrentamos inmediatamente a barreras que las áreas del consultorio también experimentaban, aunque en menor medida. La población más vulnerable y en constante movimiento cambia de teléfono con frecuencia y no tiene acceso a conectividad, celulares, datos móviles ni saldo para hacer llamadas. La población migrante y refugiada, como nos pasó en varias oportunidades, llegaba de la terminal de transporte al consultorio a pie, con sus únicas pertenencias a cuestas. En este tránsito a la virtualidad, a menudo nos preguntábamos a dónde van los sin techo en tiempos de cuarentena.
Abril y mayo del 2020 fueron meses muy duros. Hicimos alianzas con organizaciones que trabajan con la población migrante y refugiada para poder llegar a ella vía telefónica. La experiencia práctica descartó la posibilidad de las videollamadas y, tras la reducción de estos servicios legales gratuitos por parte de otras universidades y organizaciones, la demanda aumentó hasta rebasar nuestra capacidad. Inmediatamente advertimos el impacto que estaban teniendo las medidas para evitar la propagación del COVID-19 sobre esta población. Por primera vez, recibimos casos de familias que estaban siendo desalojadas de sus viviendas o habitaciones porque se habían visto impedidas de trabajar y generar el ingreso diario del que dependían para subsistir. También vimos el impacto que tuvo la suspensión temporal de los servicios presenciales de la Unidad Administrativa Especial Migración Colombia y, cuando se retomaron, las dificultades ocasionadas por las restricciones en su capacidad institucional, también derivadas de la emergencia sanitaria.
Un caso emblemático que muestra el impacto de la pandemia sobre la población de nuestro interés es el de la familia Enríquez1. Esta familia, en cuyo núcleo había una menor de edad, ingresó desde Venezuela de forma irregular al territorio el 8 de febrero del 2020 y el 24 de marzo entró en vigor el Decreto 457 del 2020, mediante el cual se implementó una cuarentena a nivel nacional, lo que les impidió salir a vender dulces en las calles, actividad económica de la que dependían. El día 15 de abril del 2020, el Ministerio de Vivienda, Ciudad y Territorio emitió el Decreto 579 del 2020, por medio del cual se suspendió desde esa fecha y hasta el 30 de junio la orden o ejecución de cualquier acción de desalojo dispuesta por autoridad judicial o administrativa que tuviera como fin la restitución de inmuebles ocupados por arrendatarios. El 2 de junio del 2020, tras haber interpuesto una acción de tutela, la clínica fue notificada del fallo de un juzgado penal municipal, mediante el cual se amparaba el derecho fundamental a la salud, a la vida digna y a la vivienda digna de los miembros de la familia Enríquez, y se prohibía a la arrendadora desalojarla. Sin embargo, nunca pudimos notificarle a la familia la buena nueva. Perdimos el contacto con estas personas, quienes ya nos habían advertido que, ante condiciones tan adversas, se verían forzados al retorno en contra de su voluntad a Venezuela. Tampoco hubo forma de garantizar que pudiesen resguardarse en una vivienda para evitar el contagio del COVID-19.
Por esas mismas fechas y con tan solo días de diferencia, nuestros estudiantes enfrentaron la muerte de dos de sus usuarios. La lucha por el acceso a la salud de la población migrante y refugiada puede ser demoledora y la pandemia hizo esto más visible. Uno de esos casos fue el del señor Alí Herrera2, quien, tras haber sido diagnosticado con cáncer en Venezuela, huyó hacia Colombia consciente de que quedarse en su país sería una sentencia de muerte. Una vez en Colombia, el Sr. Herrera solicitó el reconocimiento de su condición de refugiado ante el Ministerio de Relaciones Exteriores bajo la Declaración de Cartagena y, admitida su solicitud, Migración Colombia le expidió un salvoconducto de permanencia, el cual constituye un documento válido para afiliarse al Sistema General de Seguridad Social en Salud (SGSSS). El salvoconducto expiró a inicios de la pandemia y, la medida adoptada inicialmente para suspender la contabilización de los términos para el vencimiento de permisos, no incluyó a los salvoconductos de permanencia. El vencimiento de estos documentos acarrea la desvinculación del SGSSS. Aunque Migración Colombia posteriormente añadió los salvoconductos a esa medida de suspensión de términos, fue muy tarde para el Sr. Herrera, pues su EPS lo desvinculó y lo privó de la posibilidad de acceder a citas con especialistas y al tratamiento integral que requería para tratar el cáncer.
A pesar de que se agotaron todos los mecanismos legales posibles, incluyendo una acción de tutela, un incidente de desacato y una queja ante la Superintendencia de Salud, el Sr. Herrera falleció. La EPS se negó a comprender que la renovación del documento ante Migración Colombia no era una posibilidad en medio de la pandemia y que la atención de una enfermedad catastrófica como el cáncer constituye una urgencia, por lo que debía ser tratada como tal. Este es uno de los tantos casos que muestra el impacto diferenciado de la pandemia sobre la población más vulnerable.
Laura Cristina Dib-Ayesta es abogada y licenciada en Estudios Liberales de la Universidad Metropolitana, Venezuela. Es egresada del LL. M. en Derecho Internacional de los Derechos Humanos de la Universidad de Notre Dame, Estados Unidos, y es la directora de la Clínica Jurídica para Migrantes de la Universidad de los Andes, Colombia. lc.dib@uniandes.edu.co
1 Se trata de un seudónimo, con el propósito de proteger la identidad de esta familia.
2 En este caso contamos con autorización de la familia para divulgar su historia. Véase Semana, Proyecto Venezuela Migra (20 de junio del 2020). “Mi padre murió de cáncer esperando el papel”. https://migravenezuela.com/web/articulo/mi-papa-murio-de-uncancer-esperando-el-papel/1983