Los contratos son instrumentos que pretenden articular la cooperación humana teniendo en cuenta que ciertas necesidades, aunque estén tuteladas por el derecho no pueden realizarse de forma autónoma. En respuesta, el Estado reconoce la potestad regulatoria de las partes y suele mantenerse al margen del contenido material de la relación contractual, siempre que se respeten los límites establecidos por la ley.
La pandemia, sin embargo, ha puesto de presente la dificultad que entraña la coordinación de cientos (quizás miles) de relaciones contractuales cuando se presenta una afectación masiva. En estas circunstancias, se debe resolver un problema sistémico con medidas que provean de liquidez en el corto plazo a aquellos actores que se han visto especialmente afectados, buscando evitar una cadena impagos que deteriore la economía de por sí maltrecha1. De igual manera, se intentan preservar aquellas relaciones contractuales que pueden continuar generando valor para las partes y para la sociedad.
La experiencia pone de presente tres fórmulas que han sido empleadas para contrarrestar los estragos de la pandemia en materia contractual: (1) la renegociación; (2) la intervención judicial, y (3) la regulación general.
La renegociación se presenta como un instrumento de gestión de la relación contractual que permite adecuar el contrato a circunstancias imprevistas. En operaciones complejas o internacionales suele incluirse la cláusula hardship que permite renegociar el contrato cuando se presenta un hecho imprevisible que afecta de forma significativa la ecuación contractual2; en ausencia de pacto expreso subsiste controversia frente a la existencia o no del deber de renegociar.
Sea cual fuere el escenario, las partes tienen incentivos para acudir a esta figura. Por un lado, existen limitaciones cognitivas que impiden prever todas las contingencias que pueden afectar la ejecución del contrato3. Por el otro, los costes de redacción desaconsejan regular todas las hipótesis previsibles4. Finalmente, las partes conocen de primera mano el contrato, su ejecución y pueden ajustarlo, con menor coste, a sus expectativas y preferencias.
Tampoco pueden perderse de vista los beneficios asociados a la subsistencia del contrato (rentas que podrían seguir extrayendo), la pérdida de las inversiones específicas realizadas y la dificultad de conseguir una operación alternativa en el mercado.
Teniendo en cuenta lo anterior, no sorprende que, por ejemplo, la Cámara de Comercio de Bogotá reporte una tasa de éxito superior al 70% en su programa de conciliación para los contratos de arrendamiento para local comercial5.
La intervención judicial o arbitral, por su parte, delega la solución de la controversia en un tercero cuando no se consigue un acuerdo directo. Ciertamente, puede ser una fórmula adecuada para resolver situaciones concretas, pero no debería ser el mecanismo prevalente en las condiciones actuales, pues como señalan Ganuza y Gómez Pomar “la intervención rápida en el entramado contractual que la situación exige no puede depender del resultado de millones de pleitos entre contratantes”6
En efecto, la pandemia exige soluciones sencillas de aplicar y cuyos efectos se perciban en el corto plazo, atributos que no parecen estar presentes en la intervención judicial o arbitral. En primer lugar, no existe unanimidad frente a la institución aplicable. Se destacan, por ejemplo, la teoría de la imprevisión, la fuerza mayor o el incumplimiento de los deberes secundarios de conducta por la negativa a renegociar.
Cualquiera de ellas exige cierto nivel de abstracción en su formulación y la adaptación en el caso concreto lo que afecta la previsibilidad del resultado.
Se insiste, cada caso ha de resolverse atendiendo sus características particulares y no se pueden descartar soluciones contradictorias. La construcción de una solución uniforme toma tiempo y no parece probable que se alcance en un corto plazo, teniendo en cuenta la complejidad de la materia; tampoco pueden desconocerse las limitaciones propias del precedente judicial y de la doctrina probable7.
En segundo lugar, no resulta esperable la inmediatez en el resultado. En el mejor escenario, la sentencia de primera instancia debería proferirse en un plazo no mayor a un año contado a partir de la notificación del auto admisorio de la demanda o del mandamiento ejecutivo a la parte demandada; la de segunda, en un plazo no mayor a seis meses contados a partir de la recepción del expediente8. Sin embargo, en un estudio realizado en el 2016 por el Consejo Superior de la Judicatura y la Corporación Excelencia en la Justicia se estableció que la duración promedio de la primera instancia de un proceso ordinario era de 794 días y la segunda de 245 días9
Finalmente, están los costes del proceso. Las partes deben asumir los costes del litigio que incluyen, entre otros, el pago de honorarios, la recaudación de pruebas, el error judicial y el tiempo de la resolución de controversia. El Estado, por su parte, deberá desplegar la infraestructura judicial y la solución, como se ha dicho, no resulta necesariamente replicable a los cientos de procesos que podrían estar pendientes de solución; la justicia arbitral no reduce el coste público, teniendo en cuenta que frente al laudo procede el recurso extraordinario de anulación y la acción de tutela.
En el contexto actual, el coste por cada solución litigiosa será muy alto para las partes y para la sociedad en su conjunto. Por ello, convendría adoptar medidas generales que entrañen menores costes de producción y puedan replicarse al grupo o grupos de contratos que se adecuen al supuesto normativo, en caso de que las partes no logren conseguir un acuerdo directo.
En esta línea, el Gobierno nacional expidió el Decreto Legislativo 797 del 2020 que permitía la terminación unilateral de los contratos de arrendamiento de local comercial donde se desarrollaran actividades económicas que por razones de orden público estaban suspendidas. En todo caso, la terminación estaba supeditada al cumplimiento de tres requisitos: (1) encontrarse al día en el pago de los cánones y servicios públicos causados; (2) su ejercicio dentro el plazo establecido (hasta el 31 de agosto del 2020), y (3) el pago de una penalidad correspondiente a una tercera parte de la cláusula penal fijada en el contrato y, a falta de esta, el valor correspondiente a un canon de arrendamiento.
Sin embargo, la Corte Constitucional, en una decisión dividida, declaró inexequible el decreto mediante la Sentencia C-409 del 2020 que, por cierto, aún no ha sido publicada. Para la Corte, el decreto resulta incompatible con la constitución. Por un lado, cuestiona la necesidad de la medida, aunque sea excepcional y transitoria, porque el ordenamiento permite renegociar el contrato y, a falta de acuerdo, subsiste la posibilidad de acudir a la jurisdicción ordinaria o a la justicia arbitral. Por el otro, entiende que se impone una carga excesiva al arrendador quien no dispone de la misma potestad.
En este caso, la Corte desestima la regulación general como instrumento de gestión contractual porque desplaza a las partes por una solución abstracta, uniforme e inapelable que afecta significativamente la libertad económica y contractual de las partes y desconoce la función que corresponde a los jueces.
Sin perjuicio de lo anterior, un salvamento de voto parece identificar la inconveniencia de la solución adoptada por la Corte. Frente a la necesidad de la medida, pone de presente las limitaciones que han tenido la renegociación y las moratorias de pago, reconocidas en el Decreto Legislativo 579 del 2020, en aquellos sectores que debieron suspender sus actividades por razones de orden público; de forma implícita, también reconoce las limitaciones de la intervención judicial y arbitral.
Frente a la proporcionalidad, en sentido estricto, considera que se trata de una afectación leve a la autonomía privada porque se circunscribe a un elemento concreto de la relación contractual, se limita a ciertos sectores económicos, no supone una medida automática pues viene a sumarse al catálogo de alternativas disponibles para las partes (por ejemplo, la renegociación o la revisión judicial) y establece requisitos temporales y materiales para su ejercicio.
Ciertamente, la renegociación es un instrumento útil para reajustar el contrato a la realidad, pero no se puede sobreestimar su eficacia en una situación excepcional que ha afectado cientos de relaciones contractuales10. Un porcentaje significativo de contratos podrán ser ajustados por las partes, pero subsiste la pregunta de qué se debe hacer en aquellos casos en los que no se consigue un acuerdo directo.
La intervención judicial sigue siendo un mecanismo válido, pero no conviene adoptarlo como mecanismo preferente por las razones expuestas en este escrito. Así las cosas, se requiere creatividad en la adopción de instrumentos complementarios para mitigar los efectos de la pandemia en las relaciones contractuales y no puede descartarse de plano la regulación general.
* Doctor y magíster en Derecho. Profesor del Área de Derecho Privado de la Universidad de los Andes, miembro del Grupo de Investigación de Derecho Privado y director del Semillero de Fusiones y Adquisiciones de la misma universidad. Sus temas de investigación giran en torno al derecho de contratos, derecho de daños, derecho comercial y M&A.
1 Juan J. Ganuza y Fernando Gomez Pomar, “Los instrumentos para intervenir en los contratos en tiempos de COVID-19: guía de”, Indret 2, n.º 2 (2020): 558-584.
2 En caso de no conseguir el acuerdo, dependiendo de la redacción de la cláusula, se podría terminar el contrato, pedirle al juez que adapte o termine el contrato o que este lo termine directamente.
3 Melvin Aron Eisenberg, “The limits of cognition and the limits of contract”, Stanford Law Review 47, n.º 2 (1995): 211-259. https://doi.org/10.2307/1229226; E. Maskin y J. Tirole, “Unforeseen contingencies and incomplete contracts”, Review of Economic Studies 66, n.º 1 (1999): 83-114.
4 Oliver D. Hart y Jean Tirole, “Contract renegotiation and coasian dynamics”, The Review of Economic Studies 55, n.º 4 (1988): 509-540, https://doi.org/10.2307/2297403; Albert Choi y George G. Triantis, “Strategic vagueness in contract design: The case of corporate acquisitions”, The Yale Law Journal 119 (2010): 848-924.
5 Puede consultarse en https://www.asuntoslegales.com.co/consumidor/opciones-vigentespara-renegociar-los-arriendos-comerciales-en-caso-de-no-poder-pagar-3045375
6 Ganuza y Gómez Pomar, “Los instrumentos para intervenir en los contratos en tiempos de COVID-19: guía de”, 3.
7 Si bien la Corte Constitucional ha reconocido el carácter vinculante del precedente judicial proferido por los tribunales de cierre y de la doctrina probable de la Corte Suprema de Justicia, existen limitaciones frente a su inmediatez y la pretendida unificación jurisprudencial. La Corte Suprema, por ejemplo, solo conocerá del proceso a través del recurso extraordinario de casación que, dicho sea de paso, exige el agotamiento de las instancias. Por otra parte, en el caso de la doctrina probable se requiere de tres decisiones uniformes sobre un mismo punto de derecho. Finalmente, en virtud de la autonomía judicial, la misma Corte o un juez de instancia pueden apartarse del precedente o de la doctrina probable siempre que sustenten debidamente las razones que los llevan a apartarse.
8 Código General del Proceso, art. 121.
9 Consejo Superior de la Judicatura and Corporación Excelencia en la Justicia, “Resultados
del estudio de tiempos procesales [T.I]”, 2016, https://www.ramajudicial.gov.co/documents/1545778/8829673/TOMO+I+TIEMPOS+PROCESALES_18122015.pdf/2da294fd-3ef6-4820-b9e0-7a892b1bdbf0
10 Unidroit Secretariat, “Note of the Unidroit Secretariat on the Unidroit Principles of International Commercial Contracts and the COVID-19 Health Crisis”, 2020.
Referencias
Choi, Albert y George G. Triantis. “Strategic vagueness in contract design: The case of corporate acquisitions”. The Yale Law Journal 119 (2010): 848-924.
Consejo Superior de la Judicatura; Corporación Excelencia en la Justicia. “Resultados del estudio de tiempos procesales [T.I]”. 2016. https://www.ramajudicial.gov.co/do
Eisenberg, Melvin Aron. “The limits of cognition and the limits of contract”. Stanford Law Review 47, n.º 2 (1995): 211-259. https://www.jstor.org/stable/1229226?origin=crossref
Ganuza, Juan J. y Fernando Gómez Pomar. “Los instrumentos para intervenir en los contratos en tiempos de COVID-19: guía de”. Indret 2, n.º 2 (2020): 558-584.
Hart, Oliver D. y Jean Tirole. “Contract renegotiation and coasian dynamics”. The Review of Economic Studies 55, n.º 4 (1988): 509-540. https://academic.oup.com/restud/article-abstract/55/4/509/1585256?redirectedFrom=fulltext
Maskin, E. y J. Tirole. “Unforeseen contingencies and incomplete contracts”. Review of Economic Studies 66, n.º 1 (1999): 83-114.
Unidroit Secretariat. “Note of the Unidroit Secretariat on the Unidroit Principles of International Commercial Contracts and the COVID-19 Health Crisis”. 2020.