-Orlando Velasco-
Se escucha a través del parlante ubicado al costado del salón que normalmente funciona como biblioteca, por lo que se puede entender gracias a sus libros y estantes alrededor. Ahora, cuenta con sillas dispuestas hacia una mesa principal, sillas laterales para invitados especiales, dos ventiladores en cada uno de esos bloques e instrumentos musicales dispuestos para una orquesta: dos pianos eléctricos, un timbal, unas congas y una batería.
Afuera, sobre una de las paredes de concreto gris que contrastan con el brillo del sol de 26 grados que se cuela por el techo del lugar, decenas de siluetas hechas en cartulina, con la forma de birretes negros y diplomas, se ubican alineadas a lo largo del pasillo indicando el recorrido que deben seguir los visitantes para llegar al salón, aunque el camino sea uno solo luego de atravesar varias puertas, patios en los que se ven murales, ropa colgada, hombres sin camisa, escaleras y las indicaciones en voz fuerte de los guardias. Una de esas siluetas está ubicada justo debajo de una señal de salida de emergencia y esas dos imágenes juntas parecen un augurio sobre la oportunidad que, para muchos, representa la educación: una salida.
-Jaime Florez-
Prosiguió la voz, que ahora se mezcla con la marcha de Aída usada para las ceremonias de este estilo, aunque en una versión que no es la clásica de Giuseppe Verdi y, en cambio, incluye sonidos de sintetizador y guitarra eléctrica. Quizás pensado así, para que no se sume al calor una música suave y apacible que invite al sueño.
-Ambrosio Valencia-
Continúa la voz de manera pausada, mientras cada uno de los graduandos ingresa al lugar, en lo que podría parecer cualquier ceremonia de grados celebrada en la Universidad de los Andes. Sin embargo, es la primera vez que la Facultad de Derecho Uniandes realiza unos grados en Tuluá, en su cárcel. No se siente el frío de los cerros orientales calar los huesos, las lluvias de Bogotá no amenazan y en cambio, el calor de la mañana del Valle del Cauca empieza a ambientar el espacio que, aunque oscuro, necesita de los ventiladores a la máxima potencia para permanecer fresco.
Tampoco es un día como cualquiera para la señora Olga que, a pesar de su avanzada edad, llegó en moto hasta el lugar para ver a su hijo. Como siempre, acompañándolo en las buenas y en las malas. Aunque estas sean un poco de las dos.
Tampoco es una ceremonia de grados tradicional para don Luis, en cuyo rostro se refleja una especie de orgullo y tristeza mientras escucha el nombre de su hermano al ser llamado para recibir el diploma. Con los ojos rojos y una mueca sutil con su boca, hace un esfuerzo para no llorar y seca sus ojos disimuladamente con el mismo pañuelo que su frente. “Confiando en que se defina pronto, ya lleva mucho tiempo y aún no sale la decisión”, dijo minutos antes.
-Jhonathan Domínguez-, continúan los llamados…
Los grados suelen ser oportunidades para seguir avanzando en el mundo profesional. Rituales que permiten mostrar la evolución y la culminación. Pero una ceremonia de grados en la cárcel de Tuluá, como la del 29 de noviembre, no solo es un escenario diferente, sino una idea que hace meses parecía inconcebible para el grupo de reclusos a quienes un diploma de una universidad, ni se les pasaba por la cabeza.
“Gracias por confiar en la Universidad. Es muy bonito ver cómo inició todo esto, como un espacio artístico que luego, por su propia iniciativa, se convirtió en abrir la puerta a la educación, a una posibilidad de transformar su camino”, dijo Valentina Díaz, coordinadora de la Clínica Jurídica de Prisiones, de la Facultad de Derecho Uniandes.
En su discurso como invitada especial y representante de la mesa principal, en la que también está el director encargado de la cárcel, el Director de Comunicaciones de Fundación Acción Interna y la Jefe de Tratamiento Penitenciario de la Cárcel, Valentina explica que esta graduación es el resultado de un curso en emprendimiento ofrecido por la Clínica Jurídica de Prisiones, la Clínica Jurídica Empresarial y del Emprendimiento de la Facultad de Derecho Uniandes y profesores de la Facultad de Administración, en coordinación con la Fundación Acción Interna y otros colaboradores.
También detalla que se inició porque los ganadores del IV Festival Nacional de Teatro Carcelario, con quienes venían desarrollando procesos artísticos para su resocialización, tuvieron la iniciativa de querer opciones para un futuro fuera de las celdas y que, por consecuencia, un curso para pensar en negocios, en proyectos, así parecieran remotos y lejanos, sería una opción para sus vidas. Tanto que, de manera virtual, no solo ellos sino algunos de sus familiares, como sus hermanas y esposas, se integraron a las clases y lograron cumplir con la formación.
“Muchachos, es la Universidad más prestigiosa del país, esta es una oportunidad maravillosa. Tal vez no veamos la magnitud por las circunstancias en las que estamos, pero yo recuperé mi libertad y estoy aprovechando al máximo lo que he aprendido (…) Soy soldador y por eso estoy trabajando para que con la empresa pueda trabajar como soldador estructural”, explicó Jhonatan, quien fue invitado a dar el discurso por parte de los graduandos, quien recuperó su libertad hace poco y quien aseguró que “volver a la cárcel, ahora de visita para la ceremonia, y tenerme que ir de nuevo y ver que mis compañeros se quedan, es una sensación de soledad y tristeza muy difícil”.
Segundas oportunidades, o primeras…
La Fundación Acción Interna, que trabaja articuladamente con la Facultad de Derecho, así como con diversas organizaciones, destaca la importancia de las segundas oportunidades. Estas, referidas en particular a las que deberían tener quienes cumplen penas en la cárcel por sus errores, para reintegrarse a la sociedad y romper el círculo de delitos o reincidencia, que en Colombia ascendió al 22.9% para septiembre de 2024, de acuerdo con cifras del Instituto Nacional Penitenciario y Carcelario (INPEC). Cifra de la que algunos académicos dudan.
Por eso, la formación en habilidades para el trabajo, en el desarrollo de ideas de negocio, en explorar diferentes capacidades y, sobre todo, en recuperar su dignidad; son algunas de las posibilidades que se ofrece a la población privada de la libertad. La educación, entonces, contribuye de manera contundente.
“El problema muchas veces está en que, si bien cumplen las penas y quedan en libertad, acceder a un trabajo es casi imposible, obtener un cargo no es sencillo porque los antecedentes marcan un estigma y porque socialmente alguien que haya estado en la cárcel es entendido como peligroso. No necesariamente es así. En cambio, ver que estas personas acuden juiciosamente a las clases, piden más información, participan activamente e incluso vinculan a sus familias, lo que indica es que, a veces, no se necesitan solo segundas, sino primeras oportunidades”, resaltó Díaz, tras la ceremonia de graduación.
En lo corrido de 2024 cerca de 100 personas, entre privadas de la libertad, pospenadas y guardias del INPEC, han participado en siente cursos ofrecidos por la Clínica Jurídica de Prisiones en busca de ofrecer mecanismos para la reincorporación a la vida civil. Entre ellos se destaca la formación en habilidades en sistemas, desarrollo y diseño web, a tal punto que organizaciones internacionales como el Instituto de Tecnología de Massachusetts (MIT) se ha sumado en esta gestión. Y aunque pareciera que emprender es un asunto de nuevas generaciones, o de quienes cuentan con capital suficiente para invertir, el emprendimiento como opción de vida es tan común y cotidiano en nuestro país, como las necesidades de subsistencia de sus ciudadanos.
Así lo demuestra don Luis, que luego de ver a su hermano y llevarse consigo el diploma que este obtuvo, tras la indicación de los guardias se despide con un abrazo y recorre de vuelta los pasillos de la cárcel para ir a abrir su ferretería en Tuluá, con lo que sostiene a la familia en ausencia de quien lo apoyaba.
Ese también es el caso de ‘Holmes Smith’, quien con un rap agradece al finalizar la ceremonia a sus profesores y, en su letra improvisada, cuenta que, una vez salga espera producir música en su comunidad para tener opciones diferentes de vida para ayudar a su familia. Sobre todo, a su abuela que está en el hospital y que tienen que vivir “las agonías de la vida”, para subsistir.
De ese modo, luego de la música de orquesta, de la que también hacen parte algunos de los graduados, de los aplausos, de la foto de grado, de compartir un refrigerio y algunos minutos de abrazos, los amigos, familiares y cercanos que fueron invitados a la ceremonia, como doña Olga, atraviesan una a una las puertas que separan los pasillos, la 45, 28, 62 y finalmente la 14.
Ella avanza sin prisa y con el cuerpo inclinado hacia adelante, como si llevara un peso a cuestas, su falda rosada y larga se arrastra junto con sus pies, y entre comentarios se refiere a la incertidumbre sobre el futuro de su hijo, pero también a la esperanza que tiene de que un día puedan estar en casa de nuevo; y, con una energía diferente una vez fuera del centro penitenciario, levanta la cabeza cuando le preguntan.
-Doña Olga, ¿para dónde va, la acercamos? – le dicen.
-No, yo me voy en un motorratón-, responde.
Y con la carpeta que contiene el diploma de su hijo bajo el brazo, se despide y continúa su camino.